Hay días en los que quiero que lo que construí no lo encuentre nadie.
Que nadie lo abra, que nadie lo comparta, que nadie lo entienda. No porque no funcione. No porque no crea en eso. Sino porque fue mío. Porque es mío. Y cuando lo suelto, deja de serlo.
La gente no habla de esto. De esa mezcla rara entre orgullo y rechazo. De crear algo con tanto amor que da miedo verlo en manos ajenas. Como si fuera un secreto que solo tenía sentido si nadie más lo tocaba.
Porque cuando alguien lo usa, lo interpreta. Y cuando lo interpreta, lo cambia. Y entonces deja de ser lo que hiciste y se vuelve lo que ellos creen que es. Y a veces no estás listo para eso.
Y otras veces —las más duras— no es miedo a que lo cambien. Es miedo a que lo necesiten. Miedo a que lleguen con toda su expectativa, con toda su historia, con toda su urgencia… y tú no seas suficiente. Que usen lo que hiciste buscando alivio, respuesta, compañía, y no encuentren nada. Que se vayan peor. Y no porque no le pusiste el alma, sino porque tal vez tu alma no alcanza.
Construir no siempre es un acto generoso. A veces es egoísta. A veces es refugio. A veces es un intento desesperado por ordenar algo que te desordena por dentro. Y por eso duele cuando lo abren como si fuera una app más. Cuando entran sin saber que lo diseñaste así porque, en ese momento, estabas tratando de explicarte a ti mismo cómo se siente no poder explicarte con nadie.
Hay días donde no quiero usuarios.
Solo quiero que ese pedazo de código siga existiendo como un pedazo de mí. Sin marketing. Sin pitch. Sin roadmap.
Solo eso. Un lugar raro que hice para mí. Y que, por ahora, me da miedo que alguien necesite más de lo que puede dar.